jueves, 21 de julio de 2016

A LAS CUATRO EN PUNTO





De pequeña era una niña solitaria, imaginativa. Le gustaba dibujar caballos con estilizadas melenas al viento. Y se imaginaba galopando sobre sus lomos mientras detrás de la puerta de su habitación de mariposa, sus padres no podían contener la ira. No la dejaban bajar a jugar al parque por miedo a enfermedades contagiosas, ni le permitían invitarse a cumpleaños de otras niñas de clase por miedo a desentonar. Y así creció en una nube de realidad y fantasía violeta. 

Se sentía constantemente como la trapecista a punto de soltarse de la barra y saltar al vacío. Dudando de su habilidad y fuerza para agarrarse a la nueva barra que se balanceaba delante de sus narices.

Sobreprotegida por su abuela que le daba más cariño del que tenía y vigilada en exceso por un padre que se sobre-preocupaba por el futuro familiar. Compartía habitación con su hermano, ocho años mayor que ella,  al que apenas veía por casa. Si tuviera una cama grande, grande para mi sola, me pasaría las noches saltando en ella, soñaba a menudo. 

A veces le gustaba jugar con cerillas y apagarlas con las yemas de los dedos. Su hermano un día la pilló.
― ¿Qué estás haciendo?
―Me entreno para soportar el dolor―respondió ella triunfante. Diez años y muchos sueños rotos.

Empezó seis estudios diferentes y no terminó ninguno. Mantenía, eso sí, una extraña sensibilidad por el arte y la escritura en particular. Se soñaba actriz, diseñadora, cantante o flautista. Y mientras tanto se pasaba los meses trabajando de cajera en tiendas de moda, zapaterías o librerías de diseño. Porque era guapa, muy guapa. Sus ojos tenían esa intensidad que suelen tener los ojos de las morenas del sur, aunque nació en una mediana ciudad industrial. Y enamoraba al pasar. Y se enamoraba  a menudo. Demasiado.

 Su impulsividad la llevó a vivir en cuartos de escobas o países extraños. Y todas, todas sus relaciones terminaban en melancólicas e intensas escenas de película italiana. En el fondo se odiaba a sí misma, pero nunca lo llegó a saber. Se castigaba con exigencias de belleza imposibles o se imponía la creencia de pensar que si los méritos no eran suyos, y solo suyos, no valían la pena. Y entonces, ahí, le costaba verse dependiente. Dañina. Para los demás. Pero, por encima de todo, para ella misma.

―No aguanto a la novia de tu amigo. Te mira mucho y eso me hace poner furiosa. Dime qué está pasando. ¡Dime qué está pasando!―explotaba a menudo.

Ellos, sorprendidos, negaban la supuesta evidencia, que no era tal. Y ella insistía. Insistía. Se arrodillaba, les agarraba por los hombros, rompía a llorar o gritaba histriónicamente. Hasta que, agotada, se metía en la cama y se quedaba dormida de tanta lágrima nerviosa. Porque sus lágrimas eran sentidas, tan sentidas como lo pueden ser las lágrimas de la que se siente enamorada. Y culpables, tan culpables como las del niño que es pillado cogiendo monedas del billetero de su madre.

―Cariño, no te pongas así. Yo te quiero―susurraban ellos siempre inútilmente para animarla.
―No es verdad. ¡No es verdad! ¡Soy un desastre!…¡¡Un monstruo!! …cómo puedes estar con alguien como yo…

Y, evidentemente, la profecía cumplida acababa por dramatizar aún más su ya mermada autoestima. Y acababa de nuevo sola o buscándose a algún sustituto temporal. Más lo segundo que lo primero porque odiaba  la cama sin el calor de un nuevo cuerpo al que abrazar.

Creció en un mar de desolación constante. Se casó y se divorció. Se volvió a casar y enviudó rápido. No pudo tener hijos y eso la dejó enjuta. Lánguida. Como una ramita al sol del desierto. Acabó pequeña, diminuta y con la cabeza gacha. A veces rememoraba tiempos pasados, o veía fotos antiguas. Tan solo levantaba las cejas cuando sus sobrinos la iban a ver, dos miércoles al mes a las cuatro en punto.


―Me queréis, ¿verdad? ¿A que me queréis?―les preguntaba sonriente. Y ellos, en el fondo, veían esa tristeza perenne en su mirada. Inmortal.



7 comentarios: