miércoles, 20 de julio de 2016

NO HAY DOS CON TRES









Al ejecutivo que vive en el quinto piso le gusta peinarse y arreglarse la barba cada día. Recorta un poco las patillas y con las tijeras se da unos pequeños retoques en la barbilla. Sabe perfectamente que ya no se llevan las caras limpias y que el look de barba de tres días hay que saber mantenerlo. Y él sabe hacerlo. Y lo hace muy bien. Se mira en el espejo y se gusta. 

Cada mañana abre el armario del vestidor y veinte trajes le dan los buenos días. Él huele las fibras. Se sabe la compra de un traje como una inversión y no como una imposición. Nunca tiene pretexto para dejar de comprar uno nuevo; nunca sabe cuándo lo va a necesitar: de algodón, pana, terciopelo, outfit, casual, de corte americano, italiano… Conoce perfectamente las nuevas tendencias y sabe que el pantalón debe tener un leve “quiere” o doblez cuando descansa al frente de su zapato y atrás debe terminar justo a la mitad del zapato antes de llegar al tacón. Porque zapatos también tiene más de veinte pares. Están todos alineados, lustrosos, brillantes. Como él. 

El ejecutivo del quinto piso brilla cuando baja las escaleras y me lo cruzo en el portal. Su maletín también brilla como un trozo de antracita negra. Me lo imagino lleno de documentos oficiales, importantes acuerdos económicos y hojas de cálculo interminables.

Desde hace unas semanas creo que vive con alguien. Una mujer voluptuosa, morena y algo altiva. Se mueve por la calle con cierto aire de chulería y haciéndose notar con cada paso que da. Se siente segura de sí misma porque se sabe guapa y atractiva. No hace falta que le lancen piropos por la calle ni que sus vecinos se vuelvan a mirar al verla pasar, aunque lo hagan. Y lo hacen siempre. Ella se mira en el espejo antes de salir de casa, ensaya su mirada más penetrante y seductora y sale a comerse el mundo. 

Supongo que así, un día, se desayunó al ejecutivo de labios finos. Con eso y con un buen escote, claro.

Al principio los oía poco. De tanto en tanto escuchaba el murmullo de alguna teleserie a media noche o los jadeos de pasión a la hora de la siesta. Más adelante, ella empezó a llorar y reclamar más y más. Me imaginaba escenas de celos, sospechas, envidias, pelusas de debajo de sofá. Un día la vi bajando la basura: llevaba el rímel corrido y la camisa semitransparente que ella se pondría para limpiar los cristales. Por supuesto.

Parecía exhausta. En el fondo sentí cierta tristeza de soledad en sus ojos vidriosos. Pero no le dije nada. 

A él lo seguía viendo en las escaleras, tan resplandeciente y lustroso, recto y refinado. Como su maletín negro. Me admiraba su entereza ante tanta disputa y agobio. Porque las riñas cada vez eran mayores: en el desayuno, a media tarde, por las noches. Las noches eran interminables. ¿Cómo lo hará el ejecutivo para bandear tanto ajetreo emocional? ¿Y cómo lo hará para seguir sonriendo de esa forma que en el fondo me parece tan triste?

Hace unos tres días que ya no veo al ejecutivo bajar las escaleras . No está. Me pregunto si estará de viaje de negocios. Así que atrevida de mi curiosidad, cuando la bella baja a por el pan, cual Sofía Loren despechada, me atrevo a acercarme y preguntarle tímida.

―Ha hecho lo que suele hacer siempre. Clavar su mirada gélida en la estantería del fondo, agacharse, recoger su maletín y salir por la puerta mirándose en el espejo del recibidor― confiesa ella más con la necesidad de desahogarse que con el fiel deseo de intimidad.

No me atrevo a preguntarle si volverán pero creo que ella ha adivinado mis pensamientos o ha descifrado mi mirada interrogatoria y sigue:

― ¿Sabes lo peor de todo? 

Niego con la cabeza.

―El maletín iba siempre vacío. ¡Vacío!

La bella se arremanga el quimono de seda, se repeina dos mechones que le han caído en la nariz y ,muy digna, sube las escaleras al quinto piso.




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