Los ojos del padre son duros. Fríos. Distantes. Baja a
desayunar ya vestido con su traje gris y la corbata de los lunes. Un maletín
con la piel gastada, muy vieja.
―Para qué comprar uno nuevo si aún sirve. Es un maletín de
buena calidad. Buena piel. Como la de antes―, responde cada vez que su
mujer, solícita, le anima a cambiarlo.
El día que nace su hijo, su único hijo, lo coge en brazos, lo mira a
la cara y le dice: ―Tú llegarás a ser un gran hombre. Más de lo que nunca pude
llegar a ser yo―. Y sonríe afanoso a las enfermeras.
Y así se entrega los siguientes veinte años en instruirlo en
casa, leen juntos, le enseña a escribir y a crear, a buscar e
investigar, a pensar con raciocinio. Como él. Porque el padre del traje gris es
un hombre recto. La espalda tiesa y la nuca erguida. Como si hiciera muchos
muchos años se hubiera tragado una vara de laurel y con las hojas, se hubiera
tejido una corona de perfección.
―¿Has visto el dibujo que ha hecho tu hijo hoy en clase?―pregunta la madre un 19 de marzo. Es noche cerrada y sirven el segundo plato.Todo silencio.
El hijo enmudece mientras mastica lentamente y sin hacer ruido, como debe ser, el pollo empanado con guisantes, temiendo la sentencia del capitán.
―Sí―, responde toscamente.
― ¿Y no le vas a decir nada? ― le guiña un ojo al niño prometiéndole un algo redentor. Este
se mantiene gélido, helado. No osa mover una ceja mientras espera al gran
veredicto. Tiene seis años y ya ha aprendido a callar y a esperar.
El padre, sin levantar la mirada, corta su pollo con
diligencia, se mete un trozo en la boca y lo mastica veinte veces, como
debe ser, hasta que lo traga sin problemas. Deja los cubiertos apoyados en
el plato, nunca en el mantel: para no mancharlo. Cruza las manos y clava unos ojos gélidos en su hijo.
― Muy bonito.
El niño suspira tranquilo. La madre sonríe.
― Pero poco útil. Para entrar en la mejor universidad, los dibujos no sirven.
El niño suspira tranquilo. La madre sonríe.
― Pero poco útil. Para entrar en la mejor universidad, los dibujos no sirven.
Y vuelve a su tarea deglutidora como si no hubiera dicho
nada.
La nuca del pequeño se encoge hasta convertirse en un huesecito blandito, como de cereza recién roída. El niño, aterrado, asiente y pide permiso para levantarse.
Corre a su habitación, cierra la puerta y llora en la ventana o se aferra
a la colcha con las uñas hasta que desfallece.
―Cariño, no quieras empujar al
río―,le insta la mujer al oír los llantos del niño tras la
puerta.
―No soy yo el duro. Es la vida la que será dura con él si no
se prepara correctamente. Y si no soy yo el que empuja al río, ¿quién lo hará?
No se debe perder el tiempo, no hay que distraerse; sino centrarse en lo que hay que hacer―,
es su única respuesta. No hay más que callar.
El niño crece. El padre también. El hijo se matricula en la
facultad de derecho pero nunca ejerce. El padre le recrimina. Las
conversaciones de domingo acaban siempre con su sentencia mayor:
―Hijo, no hay libertad sino inflexibilidad. El amor un día termina y solo queda la verdad.
Y el hijo se marcha, lejos. Muy lejos. A la otra punta del
mundo en busca de sueños más cálidos y quimeras de algodón que le ablanden las cervicales.
El padre del traje gris ya no lleva corbata y la madre ya no se tiñe de rubio platino. Hombre y mujer quedan solos; viejos y solos en una casa tremendamente grande y demasiado ordenada. Silenciosa. Cada vez más silenciosa.
Como su corazón.
Descansan las tardes en sus mecedoras mirando por la
ventana. El hombre ha perdido visión y no puede releer sus manuscritos o viejos
manuales. Agota día tras día.
―Hoy tampoco llamó, ¿verdad?―le pregunta de tanto en tanto a
su mujer.
―No. Hoy tampoco llamó.―Sentencia ella sin dejar de completar el crucigrama del periódico del día.― ¿Por qué no le llamas tú?―le invita resignada.
El hombre gruñe una malapalabra y se hace el dormido.
Un día de octubre, con cierto temor y más dificultad, escribe una carta. Se ayuda de una gran lupa para poder ver bien cada palabra, no torcer ni una línea y encajar la firma titilante en la esquina inferior derecha. Firma con su nombre y apellidos y una última sentencia: Me gusta como soy pero sé que me ha faltado mucha serenidad. Te quiero, hijo.
Aún no la ha echado al buzón y la guarda , celoso, en el bolsillo de su batín.
En la otra punta del mundo, un hombre ya maduro se debate
entre la duda de si llamar o no llamar a su padre anciano. Juego del teléfono
roto; malabares emocionales en la lava de un volcán. Dos almas heridas que
nunca volverán a reencontrarse.
Porque, tristemente, así debe ser.
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